Una mirada sobreactuada de desinterés que ambos acordamos en
silencio. Las puertas se abrieron acompañadas de un quejido estruendoso y
entramos separados por el apuro de la gente. Los brazos se golpeaban
compartiendo caricias involuntarias. Una señora abrazaba su cartera mientras
nos miraba a nosotros -sus acompañantes -con ojos llenos de inseguridad. Un
hombre que se desvanecía dormido sobre el brazo de su mujer que con equilibrio
absurdo se pintaba los labios. Y ella escondida detrás de una pareja que se
abrazaban indiferentes mientras él le dedicaba una mirada a la mujer de piernas
largas. Nos espiábamos por los huecos que se abrían en cada parada. Y cuando
sentíamos que nuestras miradas rozaban lo obsceno nos escondíamos al igual que
lo hacían los amantes entre la gente. Perdíamos nuestra mirada en alguna
propaganda y hasta las letras pequeñas cobraban una importancia grotesca. Y
devuelta el encuentro. Coqueteos torpes.
Ella batía su cabello con nerviosismo de principiante. Cuando creía que no la
veía deslizaba sus dedos por debajo de sus ojos para asegurarse que el sudor
subterráneo no le hubiera arruinado el maquillaje. Sonrisas furtivas que
compartían lo vergonzoso. Miradas ajenas repletas de atención desmedida.
Enamoramiento que estaba a punto de alargarse hasta la última parada. Una
estación cercana y ambos alejados por la multitud. Su respiración entrecortada
que había guardado en mi memoria lograba interrumpir la comparsa de insultos
que entonaban el resto –pero de los lindos– que le dedicaban a gritos
histéricos al chofer en cada parada y nosotros
nos jurábamos salir del vagón juntos. Después se acomodaban. Muy cerca.
Casi abrazándose. En la parada llega la pelea. Distanciamiento. Choques que se
convertían en abrazos. Y enamoramiento otra vez. Las puertas volvieron a
abrirse y ambos parecíamos desafiar al destino. La vi entrelazarse en los
brazos de otro con romanticismo exagerado. No había celos. Lo nuestro fue un
noviazgo casi perfecto.
Manuela Bares Peralta.